QUELLA fue una de esas tardes en que acabé en horario de jornada partida haciendo jornada continuada. Las razones no vienen al caso, anque fueron las de siempre. Al llegar a la estación, los tornos me obsequiaron con uno de sus prodigados "billete defectuoso", y tuve que cambiarlo en las escasas taquillas: sigo con un recorrido libre medio entorno a 4. Solventado el problema me reuní con mi compañera de viaje aquella tarde, tan cansada como yo de todo lo que había pasado ese día, deseando llegar a casa y olvidar. La gente inundaba los andenes, lo que me recordó que era hora punta y la confictividad laboral de los maquinistas de Cercanías no había cesado. Llegó el tren, sin avisar, lleno hasta los topes que no tenía, y como si de una orden colectiva se tratase, los que querían subir se aglomeraron frente a las puertas impidiendo salir a los que ya habían llegado a su destino o tal vez no. La misma historia de siempre, cuando hay prisa la prisa nunca ayuda. Esta vez no fuí muy rápido de movimientos, lo que unido a una indecisión fatal me situó en una posición nada favorable para acceder al vagón. Cuando llegó mi turno, el apiñamineto en el convoy era tal que me eché atrás y decidí esperar al siguiente mientras me despedía de María, que con menos paciencia o más voluntad que yo si consiguio introducirse. Alli me quedé parado sin saber cuánto tardaría en llegar el siguiente tren en tan extrañas circunstancias: ni me se los horarios ni éstos se cumplian esa tarde. Cuál no sería mi alborozo cuando vi que los rótulos electrónicos anunciaban otro tren en tan sólo seis mintos. Pero seis minutos en hora puntaen son mucho tiempo, y entre los que renunciamos a subir y los que seguían llegando, el andén presentó el mismo aspecto que hacía poco tiempo cuando el tren asomó por el túnel. Esta vez no podía dejarlo pasar, más que nada porque me temía que esperar algo más no iba a servir de gran cosa. Haciéndome hueco entre mis iguales logré subir y colocarme en el pasillo, triunfante, jactandome de mi hazaña. Recompuesto el ánimo me fije en el sujeto que tenía entre mí y mi visión de las ventanillas. Un metro ochenta, setenta y cinco kilos de peso, abrigo azul marino de lana cashmere, camisa salmón, corbata a rayas, gafas de diseño y la mirada fija en un libro. El tren avanza y va deteniendose en las estaciones. La gente sube y baja como puede, abriendose paso entre entre el gentío que se agolpa en el vagón. La situación no mejora. En cada parada debo retorcerme sobre mi mismo para que los pasajeros puedan pasar entre nuestro hombre y yo, pero el no se mueve. Defiende su espacio vital asombrosamente. Nadie osa rozarle. Sus pies clavados en el suelo recuerdan a un chulapo bailando chotis que se hubiese quedado sin pareja que lo girase. Nuestro hombre sigue leyendo o aparentando que lee, hasta que uno de los viajeros que van sentados, y a los que él cierra el paso, hace ademán de levantarse. En ese preciso instante inicia un movimiento que de tan natural parece instintivo, fruto de años de entrenamiento, y sin que nadie se percate apenas de ello, intercambia su posición con la pasajera que pugna por abandonar el vagón. Ahora su estrategia se ve desvelada, no defiende su territorio sino que acecha el del vecino y a la vez que corta a sus competidores el paso. Monta en el tren, hace su apuesta y defiende su privilegio a costa de los empujones y pisotones que otros a su alrededor sufrimos. Airado exclamo en voz intencionadamente elevada, porque quiero que me oiga
---¡Ahora entiendo por qué no se movía el jodio!---.
Pero el aludido no se dió por ello o no quiso darse. A mi lado una mujer me responde.
---¿Decía algo?---.
---Decía que algunos no se cortan un pelo para conseguir un asiento---, contesté alzando un poco más la voz. Ella me miro de un modo indiferente y añadió.
---Yo viajo todos los días a esta hora y hay cosas que ya ni me importan---. Yo callé con humildad y procuré quedarme con lo mejor y olvidar al señor del mucho conocimiento pero poca educación.
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Eh, ¿cómo que la Espe quiso ser águila? ¿No eran todo gaviotas en el siniestro? En el fondo todo es culpa del Outsourcing, sale más barato a lo primero ... pero luego.
vie dic 02, 10:44:00 a. m. CET
Lo que aprende uno leyendo.
Yo me encontraba cómodamente sentado ojeando idiferente el períodico cuando un alto-parlante me anunció con armoniosa voz que dentro de una minuto el tren se detendría en la estación. Doblé el periodio y salí al andén donde ya lo esperaban tres pasajeros. Un viento suave pero helado me hizo recordar al instante la fuerte nevada caida durante la noche.
El tren se detuvo puntual junto al andén. Busqué con la mirada el coche nro. 7 y hacia él me dirigí con paso presuroso.
El ambiente en el interior era gratamente confortable. Una puerta corredera se abrió ante mi presencia y una atractiva joven, examinado mi billete, me indicó mi localidad, 4-A,junto a la ventanlla. Me desprendí del abrigo y acomodé el respaldo del asiento a mi gusto. Comenzaba a amanecer y pude comprobar que la nevada había sido copiosa. Experimenté una grata sensación de bienestar al contemplar la nieve desde un lugar cálido y confortable. La misma señorita que me había acomodado me obsequió con prensa, dulces y unos auriculares para escuchar la música que me llegaba por varios canales hasta el reposabrazos derecho. Escogí una música suave y cálida. Un dulce dulce sopor se apoderó al instante de mi, cerré los ojos para no abrirlos hasta Calatayud.
A mi, la verdad, me parece mucho más excitante su experiencia, pero esta es la que yo conozco últimamente.
vie dic 02, 05:41:00 p. m. CET
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a la casa
del pingüino